Pocos días después del funeral de Italo Calvino escribí los apuntes que siguen, nada más que para recordarme la situación y los sentimientos del momento. Recién había llegado de Francia y la misma tarde la mujer de Calvino (Chichita) me llamó por teléfono para decirme que Italo estaba muriendo. Salí en auto de noche hacia Siena junto a la mujer de Carlo Ginzburg (Luisa), mientras Carlo llegaba en tren desde Roma.
En el auto llegamos a Siena a las doce y media justo en el momento en que Carlo bajaba del taxi frente al hospital. Chichita había ido a dormir al albergue. Italo estaba en la sala de reanimación donde no se podía entrar, lo mantenían vivo con fármacos “según los términos legales”. Habíamos buscado en todos los albergues de Siena sin encontrar un lugar para dormir, entonces nos sentamos a esperar frente al hospital. Conseguimos entrar recién a las cuatro, cuando llegó Chichita junto a Giorgio Agamben, Giovanna, Aurora, François Wahl, y el hermano de Italo.
Habían arreglado el cuerpo de Italo en el cajón, pero de una forma ridícula, parece, poniéndole un encaje alrededor de la cabeza.
A la noche nos sentamos alrededor de una mesa en la habitación del director del hospital. Chichita tuvo que ir a ocuparse del cajón y de otros asuntos, después cuando volvió se puso a contar muchas cosas sobre Italo. Mientras estaba semiconsciente los doctores lo habían interrogado largamente, e Italo respondía consecuentemente, pero siempre en modo novelesco. Decía frases como si estuviera reflexionando sobre alguna cosas que tenía que escribir, y a un cierto punto habría dicho la siguiente frase: “Gli occhiali sono il giudice”(1). Después una broma patafísica en francés: “Je suis un abat-jour allumé”(2) (esto, según Chichita, porque el aneurisma le había provocado un tremendo ardor en la cabeza).
En otro momento Italo se había despertado preguntando si había habido un incidente. Después había dicho a los doctores que tenía treinta años y vivía en el Boulevard Saint Germain (donde iba a pasear casi cada tarde cuando yo estaba en Paris). Antes de caer en el sopor que precede al coma, comenzó a hablar como si leyera un libro, pronunciando estas palabras muy espaciadas: “Vanni di Marsio, fenomenologo…le rette… le parallele…”.(3) Y después no habló más.
Entonces metieron su cuerpo en el cajón en medio de un grandísimo salón del hospital. En el cajón se había empequeñecido todo, y su rostro estaba desfigurado por un bulto en la frente, donde lo habían abierto para operarlo. Entre otras cosas le habían cortado el pelo, e incluso esto lo volvía distinto. Había sin embargo rastros de su antigua mueca en los labios, y mirándolo del lado contrario al del bulto lo reconocía bien. La gran sala estaba llena de murales, con sillas de terciopelo alineadas a lo largo de los muros, y un pasillo en el suelo llegaba hasta la mesa de mármol sobre la que había sido colocado el cuerpo. Estaba ese ridículo encaje entorno al cajón, que cada tanto el viento agitaba, y parecía poner en su lugar. Eran ya las seis de la mañana, se veía una bella luz en el valle fuera de la ventana.
A las siete los enfermos del hospital empezaron a llegar para ver al muerto famoso, del que hablaban todos los diarios. Después vinieron muchas mujeres con canastos, que entraban en el hospital mientras iban a hacer las compras. Estas mujeres en el gran salón no se dirigían jamás al pasillo, pero giraban todas en torno al cajón con aire humilde y respetuoso. Aún en los negocios en torno a la plaza no se hacía otra cosa que hablar de Italo, era una bellísima jornada y además comenzaban a aparecer los turistas que iban a visitar la catedral. Hacia las ocho llegó el prefecto de Siena, saludó a Chichita con una reverencia muy rígida. Después vino el comandante de los carabineros a saludar a Chichita de un modo más humano, casi disculpándose, y yéndose con aire conmovido. El prefecto en cambio se fue rígido como un bacalao.
Venía gente de todo tipo. Llegó incluso el dueño de un restaurante a saludar afectuosamente a Chichita. Vinieron carabineros, curas, monjas, enfermos, enfermeros a ver el cuerpo del hombre famoso. Vinieron los chicos de una escuela primaria acompañados de una monja, y mientras la monja decía una plegaria los chicos se ponían en puntas de pie para ver al muerto. Después llegó Natalia Ginzburg, y fue la persona que más amé en semejante tráfico. François Wahl parecía un hombre torturado: murmuraba que un año antes había muerto su madre, después se murió Foucault, ahora Italo. Sic transit gloria mundi, habría querido responderle.
A las once Carlo, Luisa y yo fuimos a un albergue. Dormí hasta las cuatro y tuve un sueño. En el sueño había una calle que estaban construyendo, y había una especie de tractor que tiraba la grava a los costados, antes de extender el asfalto en el camino. Sobre esa especie de tractor estaba sentado Italo, que se abrazaba en una de sus posturas habituales, y tenía incluso la vieja mueca en los labios. Después, cuando vino Carlo a despertarme, estaba soñando que la calle unía dos ciudades apartadas, e Italo estaba relacionado con su construcción como si fuera el supervisor de los trabajos (pensé mucho en este sueño, en el sentido de esa calle que comunica lugares apartados).
Cuando volvimos al hospital, toda esa atmósfera luctuosa todavía me gustaba. Había venido una delegación del Partido Comunista, había muchas coronas, mucha gente popular. Me gustaba que viniesen de a tantos, todos confundidos, los curas, los comunistas, las monjas, los pálidos intelectuales de provincia que espiaban al muerto tímidamente. Me gustaba que hubiese un desarrollo no preestablecido, pero fúnebre, y que todos salieran de tanto en tanto a conversar tristemente frente a la catedral. Después me gustó cuando llegó el Presidente de la República, y todos los enfermos lo aplaudieron. Yo estaba sobre las escalinatas de la catedral con Carlo; llegó otro personaje del Partido Comunista de aire simpático; caía un poco de lluvia pero el cielo estaba sereno.
Así las cosas anduvieron bien hasta las siete y media de la tarde, cuando debían cerrar la sala del hospital. Chichita dijo: “No puedo dejarlo acá solo”. Giorgio Agamben y yo queríamos estar ahí dentro encerrados toda la noche a hacerle compañía a Italo, pero no era posible porque la sala tenía que quedar vacía (¡reglamentos!). Entonces tuvimos que dejarlo solo, y quizá entonces Chichita me contó otras cosas. No recuerdo bien por qué motivo me hizo reír, pero tenía que ver con el hecho de que a Italo le gustaba bien poco la llamada vida de pareja.
Cenando en un restaurante nos encontrábamos bien, con Carlo y Luisa, Giorgio Agamben y Ginevra Bompiani. Pensaba en las últimas palabras de Italo (“Vanni di Marsio, fenomenologo… le rette… le parallele…”). Para él la geometría era una idea de claridad, y no le gustaba el agujero del alma, lo negro que tenemos dentro. Rechazaba, rechazaba esas cosas. A él le gustaba l'esprit de géométrie, como un Pascal al revés. Últimamente se había puesto a estudiar la fenomenología de Husserl. Vanni di Marsio es un nombre que no existe: su última frase resume todo.
Ahora sin embargo me doy cuenta de que confundí los horarios, porque en realidad el salón del hospital no cerró a las siete y media, sino a medianoche. Y fue ahí que empecé a sentirme a disgusto, sobre todo cuando a medianoche vi aparecer en la plaza de la catedral cuatro figuras de la alta cultura, con aire de grandes parásitos que se avergonzaban de estar ahí, se avergonzaban de la muerte. Parecían perros con la cola entre las patas, no por dolor o tristeza, sino porque el luto los ponía incómodos. Uno de ellos me dijo incluso estas palabras: “Sabés, la muerte me parece una cosa obscena, poco digna y antiestética”.
A la mañana siguiente, a las ocho, todo había empeorado. Cada minuto que pasaba la situación se volvía más insoportable. Todos los diarios llevaban la noticia de la muerte de Italo en la tapa, pero no había un solo artículo que valiera la pena. Calvino se volvía el símbolo de un privilegio, el símbolo de la literatura como privilegio mundano, un espejismo que era puesto en circulación por primera vez desde los tiempos de D’Annunzio. Él que durante tantos años se rió de la manía de “hacerse escritores”, que se había torturado por no ceder a la facilidad del “nome di richiamo”, ahora se había vuelto un espejo de alondras. Hay un regreso a las mitologías dannunzianas, de manera industrial, la literatura entra oficialmente entre los productos publicitarios de consumo, de ahora en adelante habrá sólo este montaje de los “nomi di richiamo” agitados desde los diarios. Y todos los aspirantes al privilegio mundano del rol de “escritor” se asoman como los ratones cuando van en busca del queso.
Hacia las once ya habían llegado todos, uno a uno, no sé para qué, con la vergüenza del luto. Venían a mirar a Italo, muy fugazmente, nuestros hombres de cultura, la alta burguesía, los grandes parásitos. Y después de repente te los encontrabas charlando mundanamente frente al hospital. Se veía que cada uno tenía una órbita alrededor de la que girar, cada uno hacía acto de presencia en un recorrido por personajes importantes. Se veía que ahora Italo estaba completamente en sus manos, era un muerto de la Gran Casta: era un representante de los que venían a espiar por deber, antes de volverse a zumbar en sus órbitas.
Andaba por acá y por allá escuchando a los orbitantes de la plaza. Sólo hablaban de libros, de sus libros, de su éxito, de sus conocimientos, de los artículos de los diarios, de las cosas que es necesario leer, de las que no es necesario leer. Escuché a uno que decía, de un libro que estaban publicando: “Será un gran éxito”. Después alguno dijo: “Y lo hacemos traducir en seguida al francés”. Estaban tan absortos en sus negocios que la circunstancia del luto no los tocaba ni de lejos. En un bar me encontré a Umberto Eco, que viéndome comer un brioche me saludó con esta frase: “¿Hacemos un banquete en honor al muerto?”. Tenía que irse rápido, lo esperaban en Bologna.
Hacia mediodía incluso yo tenía ganas de irme, pero no podía porque estaba con Carlo y Luisa. En la plaza veía circular a los orbitantes, todos inflados con el gas de la cultura. Viviendo y nutriéndose de juicios, intercambiando juicios continuamente, esa era su zanahoria. Lo juicios reverberan en las órbitas, y el que quiere hacer carrera, para tener acceso a las órbitas, tiene que hacer como los otros, porque esa es su zanahoria. Mientras tanto el féretro pasaba a través de la puerta del hospital, mientras los enfermos que querían salir eran devueltos por los enfermeros. Además de los representantes de la Gran Casta mundana y cultural, no había mucha más gente en la plaza, extrañamente vacía incluso de turistas.
Hice el viaje en auto con Carlo y Luisa hasta el cementerio de Roccamare, en un paisaje montañoso lleno de tenues colores. En la calle hacia Grosseto, entre los campos recién arados y en una bella jornada de setiembre, teníamos muchas ganas de hablar de Italo. Pensábamos en cuando había hecho que nos encontráramos, hacía dieciséis años, con esta taxativa orden: “¡Vuélvanse amigos!”. Desde entonces Carlo y yo nunca dejamos de pelear, hasta el momento en que nos sentmos muy amigos.
Cementerio de Castiglione della Pescaia, en lo alto de un promontorio. Acá era evidente la separación entre clases. La Gran Casta estaba alrededor del agujero de la tumba sobre suelo de cemento, mientras los indígenas trepados a los muros miraban todo desde lejos. El alcalde de Castiglione della Pescaia había hecho pegar unos panfletitos que hablaban de Italo como “autor local”, pero nada tenía el aspecto de la fiesta campesina, todo apestaba a publicidad y a mundanidad. Un fotógrafo se puso a fotografiar a Natalia Ginzburg mientras lloraba. Alrededor mío sentía a muchos que hablaban el perfecto francés de los mejores círculos parisinos. No quedaba otra cosa que hacer que escapar a toda velocidad. Chichita estaba a duras penas en pie, ni siquiera me reconoció cuando la abracé.
Después por fortuna estaban Carlo y Luisa, y viajando en el auto nos sentíamos muy cercanos. Si lloré a la tarde fue porque todo había pasado, no había más qué hacer, era necesario abandonar este país cínico y tramposo. Toda la llamada cultura había encontrado finalmente un muerto que la elevase de su chatura, y personalmente sentí una miseria no distinta de la de Italo. De Italo sin embargo me vienen a la mente las muecas de chiquillo con las que frecuentemente evidenciaba no estar a gusto en la vida, y aún hacerse el tonto cuando tenía ganas. Todas cosas que no salen en los diarios, ni le interesan a los profesores universitarios: porque nuestro lado negro, que por momento se vuelve el más luminoso, es poco tratable en términos de la famosa zanahoria cultural.
(Este texto apareció en la sección “Extra” del número 9 de Riga, dedicado a Italo Calvino, 1996, al cuidado de Marco Belpoliti)
(1) Los anteojos son el juez. (2) Soy una pantalla encendida. (3) Vanni di Marsio, fenomenólogo…las rectas…las paralelas…
(Versión G.M.)
https://www.doppiozero.com/materiali/calvino-trentanni-dopo/morte-di-italo
Original Italiano:
Morte di Italo
Pochi giorni dopo il funerale di Italo Calvino ho buttato giù gli appunti che seguono, soltanto per ricordarmi la situazione e i sentimenti del momento. Ero appena tornato dalla Francia, e la sera stessa la moglie di Calvino (Chichita) mi ha telefonato per dirmi che Italo stava morendo. Sono partito in macchina nella notte verso Siena assieme alla moglie di Carlo Ginzburg (Luisa), mentre Carlo stava arrivando col treno da Roma.
In macchina io e Luisa siamo arrivati a Siena a mezzanotte e mezza, e proprio allora Carlo stava smontando da un taxi davanti all'ospedale. Chichita era andata a dormire all'albergo. Italo era in sala di rianimazione dove non si poteva entrare, lo tenevano ancora in vita con farmaci «a termini di legge». Abbiamo cercato in tutti gli alberghi di Siena senza trovare un posto per dormire, allora ci siamo seduti ad aspettare davanti all'ospedale. Siamo riusciti a entrare solo alle 4, quando è arrivata Chichita assieme a Giorgio Agamben, Giovanna, Aurora, François Wahl, e il fratello di Italo. Avevano già composto il corpo di Italo nella bara, ma in modo ridicolo, pare, mettendogli del pizzo intorno alla testa.
Nella notte ci siamo seduti intorno a un tavolo nella stanza del direttore dell'ospedale. Chichita ha dovuto andare a occuparsi della bara e d'altre cose, poi quando è tornata si è messa a farci molti racconti su Italo. Mentre era in stato di semi coscienza i dottori lo avevano interrogato a lungo, e Italo rispondeva a tono, ma sempre in modo romanzesco. Diceva frasi come se stesse ancora rimuginando su qualcosa da scrivere, e a un certo punto avrebbe detto questa frase: «Gli occhiali sono il giudice». Poi una battuta patafisica, in francese: «Je suis un abat-jour allumé» (questo, secondo Chichita, perché l'aneurisma gli aveva messo un tremendo bruciore nella testa).
In un altro momento Italo si era risvegliato chiedendo se aveva avuto un incidente. Poi aveva detto ai dottori che aveva trent'anni e abitava in Boulevard Saint Germain (dove andava a passeggiare quasi ogni sera, quando io ero a Parigi). Prima di cadere nel sopore che precede il coma, ha cominciato a parlare come se leggesse un libro, pronunciando queste parole molto scandite: «Vanni di Marsio, fenomenologo... le rette... le parallele...». E dopo non ha più parlato.
Adesso avevano messo il suo corpo nella bara in mezzo a un grandissimo salone dell'ospedale. Nella bara s'era tutto rimpicciolito, e il suo viso era deturpato da una grossa bozza sulla fronte, dove lo avevano aperto per operarlo. Inoltre gli avevano tagliato tutti i capelli, e anche questo lo rendeva diverso. Aveva però una traccia della sua antica smorfia sulle labbra, e guardandolo dal lato opposto a quello della bozza lo riconoscevo bene. La grande sala era piena di affreschi, con sedie di velluto allineate lungo i muri, e una corsia per terra arrivava fino al tavolo di marmo su cui era stata collocata la salma. C'era quel ridicolo pizzo intorno alla bara, che ogni tanto il vento agitava, e bisognava rimetterlo a posto. Erano già le sei del mattino, si vedeva una bella luce nella vallata fuori dalla finestra.
Alle sette i malati dell'ospedale hanno cominciato ad affluire per vedere il morto famoso, di cui parlavano tutti i giornali. Poi sono venute molte donne con la sporta, che entravano nell'ospedale mentre andavano a fare la spesa. Queste donne nel grande salone non si avviavano mai sulla corsia, ma giravano tutte a lato della bara con aria umile e rispettosa. Anche nei negozi intorno alla piazza non si faceva che parlare di Italo, era una bellissima giornata e adesso cominciavano ad apparire i turisti che andavano a visitare la cattedrale. Verso le otto è arrivato il prefetto di Siena, che ha salutato Chichita con un inchino molto rigido. Poi è venuto il comandante dei carabinieri a salutare Chichita in modo più umano, quasi scusandosi, e andando via con aria commossa. Il prefetto invece è andato via rigido come un baccalà.
Veniva gente di tutti i tipi. È arrivato anche il padrone d’un ristorante a salutare affettuosamente Chichita. Sono venuti carabinieri, preti, suore, malati, infermieri a vedere il corpo dell'uomo famoso. Sono venuti i bambini d'una scuola elementare accompagnati da una suora, e mentre la suora diceva una preghiera i bambini si drizzavano sulle punte dei piedi per vedere il morto. Poi è arrivata Natalia Ginzburg, ed era la persona che amavo di più in tutto quel traffico. François Wahl sembrava un uomo torturato: borbottava che un anno fa gli è morta la madre, poi è morto Foucault, adesso Italo. Sic transit gloria mundi, volevo rispondergli.
Alle undici io, Carlo e Luisa siamo andati in albergo. Ho dormito fino alle quattro e ho fatto un sogno. Nel sogno c'era una strada che stavano costruendo, e c'era una specie di trattore che buttava la ghiaia ai lati, prima di stendere l'asfalto sulla carreggiata. Su quella specie di trattore era seduto Italo, che si teneva strette le braccia intorno al corpo in una sua posa abituale, e aveva anche la sua vecchia smorfia sulle labbra. Poi quando Carlo è venuto a svegliarmi, stavo sognando che la strada congiungeva due città lontane, e Italo aveva a che fare con la sua costruzione come se fosse un sorvegliante dei lavori (ho pensato molto a questo sogno, al senso di questa strada che congiunge luoghi lontani).
Quando siamo tornati all'ospedale, tutta l'atmosfera luttuosa mi piaceva ancora. Era venuta uma delegazione del Partito Comunista, c'erano molte corone, molta gente popolare. Mi piaceva che venissero in tanti, tutti confusi, i preti, i comunisti, le suore, i pallidi intellettuali di provincia che spiavano il morto timidamente. Mi piaceva che ci fosse un andamento non prestabilito, ma funebre, e che tutti uscissero di tanto in tanto a chiacchierare mestamente davanti al duomo. Poi mi è piaciuto quando è arrivato il Presidente della Repubblica, e tutti i malati l'hanno applaudito. Io ero sui gradini del duomo con Carlo; è arrivato un altro personaggio del Partito Comunista con l'aria simpatica; scendeva un po' di pioggia ma il cielo era tutto sereno.
Così le cose sono andate avanti bene fino alle sette e mezza di sera, quando dovevano chiudere la sala dell'ospedale. Chichita ha detto: «Non ci riesco a lasciarlo qua da solo». Io e Giorgio Agamben volevamo stare là dentro chiusi tutta la notte a fare compagnia a Italo, ma non era possibile perché la sala doveva restare vuota (regolamenti!). Allora abbiamo dovuto lasciarlo là da solo, e forse adesso Chichita mi ha raccontato altre cose. Non ricordo bene per quale motivo mi ha fatto ridere, ma c'entrava col fatto che a Italo piaceva pochissimo la vita di relazione cosiddetta.
A cena in un ristorante stavamo bene, con Carlo e Luisa, Giorgio Agamben, Ginevra Bompiani. Pensavo alle ultime parole di Italo («Vanni di Marsio, fenomenologo... le rette... le parallele...»). Per lui la geometria era una idea di chiarezza, e amava poco il buco dell'anima, il nero che abbiamo dentro. Si rifiutava, si rifiutava a queste cose. A lui piaceva l'esprit de géométrie, come un Pascal al rovescio. Negli ultimi tempi s'era messo a studiare la fenomenologia di Husserl. Vanni di Marsio è un nome che non esiste: l'ultima sua frase riassume tutto.
Adesso però mi viene in mente che ho sbagliato gli orari, perché in realtà il salone dell'ospedale non è stato chiuso alle sette e mezza, bensì a mezzanotte. Ed è lì che ho cominciato a sentirmi a disagio, precisamente quando a mezzanotte ho visto spuntare sulla piazza del duomo quattro figuri dell'alta cultura, con l'aria di grossi parassiti che si vergognavano ad essere lì, si vergognavano della morte. Sembravano cani con la coda tra le gambe, non per dolore o mestizia, ma perché il lutto li metteva in imbarazzo. Uno di loro mi ha anche detto queste precise parole: «Sai, la morte mi sembra una cosa sconcia, poco dignitosa e antiestetica».
La mattina dopo, ore otto, tutto era cambiato in peggio. A ogni minuto che passava la situazione diventava più insopportabile. Tutti i giornali riportavano la notizia della morte di Italo in prima pagina, ma non c'era un solo articolo che valesse la pena di esser letto. Calvino diventava il simbolo d'un privilegio, il simbolo della letteratura come privilegio mondano, un miraggio che veniva rimesso in circolazione per la prima volta dai tempi di D'Annunzio. Lui che per tanti anni aveva deriso la mania di «farsi scrittori», che s'era torturato per non cedere alla facilità del «nome di richiamo», adesso era diventato uno specchio per le allodole. C'è un ritorno alle mitologie dannunziane in forma industriale, la letteratura entra ufficialmente tra i prodotti pubblicitari di consumo, d'ora in poi sarà solo questa montatura dei «nomi di richiamo» sventolati sui giornali. E tutti gli aspiranti al privilegio mondano del ruolo di «scrittore», adesso spuntano fuori come i topi che vanno in cerca del formaggio.
Verso le undici erano già arrivati tutti, uno a uno, non so a fare cosa, tutti con l'imbarazzo per il lutto. Venivano lì a guardare Italo proprio di sfuggitissima, i nostri uomini di cultura, l'alta borghesia, i grandi parassiti. E poi subito li ritrovavi che chiacchieravano mondanamente davanti all'ospedale. Lo vedevo bene che ognuno aveva un'orbita dove girare, ognuno faceva atto di presenza in un giro di personaggi che contano. Lo vedevo che adesso Italo era completamente in mano loro, era un morto della Grande Casta: era un loro celebre rappresentante che venivano a sbirciare per dovere, prima di tornarsene a ronzare nelle loro orbite.
Giravo di qua e di là ascoltando gli orbitanti sulla piazza. Parlavano solo di libri, dei loro libri, dei loro successi, delle loro alte conoscenze, degli articoli sui giornali, delle cose che bisogna leggere, delle cose che non bisogna leggere. Ho sentito qualcuno che diceva, d'un libro che stavano pubblicando: «Sarà un grande successo». Poi qualcuno ha detto: «E lo facciamo tradurre subito in francese». Erano così assorti nei loro traffici, che la circostanza del lutto non li sfiorava neanche lontanamente. In un bar ho incontrato Umberto Eco, che vedendomi mangiare una brioche mi ha salutato con questa battuta: «Facciamo un banchetto in onore del morto?». Doveva scappare in fretta, lo aspettavano a Bologna.
Verso mezzogiorno avevo voglia anch'io di scappare via, ma non potevo perché ero con Carlo e Luisa. Là sulla piazza vedevo gli orbitanti in circolazione, tutti gonfi col gas della cultura. Tutti che campano e si nutrono di giudizi, si scambiano giudizi in continuazione, e quella è la loro carota. I giudizi riverberano nelle orbite, e chi vuole far carriera deve fare come gli altri, per avere accesso alle orbite, perché quella è la sua carota. Intanto il feretro passava attraverso la porta dell'ospedale, mentre i malati che volevano uscire erano rimandati indietro dagli infermieri. A parte i rappresentanti della Grande Casta mondana e culturale, non c'era più molta gente sulla piazza, stranamente vuota anche di turisti.
Ho fatto il viaggio in macchina con Carlo e Luisa fino al cimitero di Roccamare, nel paesaggio collinare pieno di colori tenui. Sulla strada verso Grosseto, tra i campi appena arati e in una bella giornata di settembre, avevamo molta voglia di parlare di Italo. Ripensavamo a quando ci aveva fatto incontrare, sedici anni fa, con questo ordine tassativo: «Diventate amici!». Da allora io e Carlo non abbiamo mai smesso di litigare, fino a quel momento in cui ci sentivamo molto amici.
Cimitero di Castiglione della Pescaia, in alto sul promontorio. Qui era netta la separazione tra le classi. La Grande Casta era attorno al buco della tomba che veniva cementato, mentre gli indigeni arrampicati sui muri guardavano tutto da lontano. Il sindaco di Castiglione della Pescaia aveva fatto affiggere dei manifestini che inneggiavano a Italo come «autore locale», ma niente aveva l'aria della festa paesana, tutto puzzava di pubblicità e di mondanità. Un fotografo si è messo a fotografare Natalia Ginzburg che piangeva. Intorno a me sentivo molti che parlavano l'ottimo francese dei migliori circondari parigini. Non c'era proprio altro da fare che scappare via in fretta. Chichita stava in piedi a stento, non mi ha neanche riconosciuto quando l'ho abbracciata.
Poi per fortuna c'erano Carlo e Luisa, e andando in macchina ci sentivamo molto vicini. Se ho pianto alla sera è perché era passato via tutto, non c'era più niente da fare, bisogna proprio abbandonare questo paese cinico e baro. Tutta la cosiddetta alta cultura aveva finalmente trovato un morto che la sollevasse dalla sua bassezza, e io personalmente sentivo la mia miseria non diversa da quella di Italo. Di Italo però mi vengono in mente le smorfie da ragazzino con cui spesso mostrava di non essere per niente a suo agio nella vita, e anche di poter fare lo sciocco quando ne aveva voglia. Cose queste che sui giornali non si scrivono, né interessano ai professori universitari: perché il nostro lato nero, che a momenti diventa quello più radioso, è poco trattabile nei termini della famosa carota culturale.
Questo testo è apparso nella sezione «Extra» del numero 9, dedicato a Italo Calvino, della collana «Riga», 1996; a cura di Marco Belpoliti.
https://www.doppiozero.com/materiali/calvino-trentanni-dopo/morte-di-italo